Escaleras

El tipo de gente que pasa el calor sentada en la puerta de su casa. Entre más viejos, más solos. La vecina pasa la hora de la teleserie haciéndole cariño al snoopy.

Ayer vi a mi mamá. Sólo me pone triste. Yo sé que no es su intención. Mejor tomar, digo, y lleno el vaso.

Vemos un trozo de Barry Lyndon. Me paro, doy vueltas, voy a tirarme a la cama. Estoy mareada. Debe ser el calor. Abro la ventana. Si la dejo abierta, despertaré toda picada. Quiero llorar, pero sola. No sé. Por todas esas cosas que quiero hacer pero no haré. Pero al final no estoy sola, no encuentro tiempo para llorar, no lloro.

Vemos un rato el festival. El mismo humor de Dino Gordillo. Un cantante cristiano que parece Jesús. Ese Chile existe. Somos nosotros los que estamos en un guetto. Comemos choclo con tomate. De noche caminamos. Compramos una cerveza en una de la docena de botillerías que hay por aquí. Lamentamos la clausura de La Campana, por lejos la mejor. Seríamos capaces de hacer una barricada. Vamos a la plaza donde hay juegos para niños de dos tipos: de esos como de programa de tele, y de los otros, los severos. Todos los amigos lloraron. Tenía que pasar.

Hay una mujer tirada en el suelo. Tapia pensaba que era hombre, pero Leo le dice que hoy las mujeres pueden hacer lo que quieran. Ella se acerca a mí un tenedor. «Para moler», me dice. Luego se tira sobre el Leo. Nos habla y no entendemos nada, sólo a ratos la frase de una canción de amor.

El sueño

En el primer sueño la película seguía y se volvía un documental. Aparecía un director que era seguido por la cámara mientras grababa al protagonista que había aparecido durante la hora anterior.

El segundo año pasaba en el colegio. Ahí estaba una amiga con quien matábamos a una niña, no sé cómo. En vez de denunciarlo, lo ocultábamos. Pero al ser quienes habíamos denunciado el hecho, nos volvíamos sospechosas y partíamos ambas a prisión preventiva.

El tercer sueño ocurrió en la cárcel, que era como un recinto de colegio muy viejo y derruido. La entrada era una ventana del piso tercero a la que se accedía por medio de un puente que habían instalado en la fachada. Adentro estaba lleno de piezas con camas desordenadas. Ahí debíamos acomodarnos. Uno de mis compañeros mataba a una de las compañeras. Yo lo veía y acordaba no delatarlo, pero luego me acusaban a mí.

El cuarto sueño continuaba esta historia. Yo paseaba todo un día por el recinto penitenciario pensando en esto. En cómo sería condenada injustamente por un crimen no cometido. Pensaba cómo probar mi inocencia, cómo tendría que conseguir pruebas. El rencor a mi compañero crecía ya que no hacía nada por defenderme, y pensaba en delatarlo. Entonces me encontraba con una amiga del pasado quien también cumpliría su condena ahí. Estaba casada y tenía un hijo. Toda su familia la visitaba ese día. Ella me explicó que había hecho algo por lo que debía pagar, pero ella debía elegir el día del encierro y el tiempo que duraría su castigo. Yo me preguntaba por qué lo hacía ahora que tenía hijo y marido.

 

Thriller Playa

 

Tapia no le tiene miedo al agua pero yo sí. Pero Tapia nació en Viña y yo no. Le digo que todos los hombres de playa son iguales, que no le tienen miedo al sol ni a las olas ni a la arena. Me acuerdo de una vez que entré corriendo al mar sin importarme el frío ni las olas, pero quizá entonces yo era distinta y ahora soy otra.

Su piel está quemada bajo su cuello y la mía en la espalda. La ropa se nos ha quedado como un sombra blanca sobre la piel. Tomamos una micro hasta Playa Ancha que luego de este día quedará en mi memoria como un barranco que se abre en algunos lados a un trozo de arena. Y rocas, muchas rocas desde donde según Tapia se tiran piqueros los niños flaites que no le tienen miedo a nada.

Antes de echarnos en la arena compro un pareo más por mí que por él. Tenemos calor, estamos curados, nos tomamos una botella de vino. Dejamos las cosas tapadas con el pareo y vamos a meternos al agua. No hay olas y me alegro, pero me doy nostalgia yo misma. Esa niña que avanzaba mar adentro igual que su padre que nació y creció junto a una playa, que nadaba hasta que su cabeza ya no se veía y levantaba una mano desde las boyas como para demostrar que había cosas que él sí podía hacer.

Tapia me toma de la mano y nos adentramos pese al frío. Él dice que el agua no está tan helada, y yo le digo que eso siempre es mentira. Pienso que aquí podré flotar y dejar que me tome por debajo. El mar sucio de algas nos cubre el ombligo y el salvavidas nos grita que no podemos nadar. Que hay alerta de fragatas y sólo podemos estar en la orilla. Me dicen fragata y yo pienso en un barco, pero Tapia me dice que son medusas. Y siento un pinchazo en mi pierna, como si me enterraran una aguja que tiene electricidad. Él pensará que era una jaiba, pero estará equivocado. Fuera del agua veo un hilo con puntos azul eléctrico pegado a mi pierna. Tapia la saca con la mano y el salvavidas se acerca. Me ha picado la fragata, efectivamente, y mi piel comienza a quemarse. Lo que sigue es una escena donde yo me desespero mientras me mojo la pierna con agua salada como me dicen mientras Tapia sostiene una conversación muy tranquila con los salvavidas, quienes dicen que sí, que me picó la fragata, que hay playas cerradas, que vaya al hospital. El dolor no pasa, ni pasará. Salimos del agua y yo me pongo a llorar.

Nos vestimos sin secarnos, sin sacudirnos el arena y entonces Tapia se convierte en un soldado y yo en una niña que no hace nada salvo sufrir. Voy pensando en mi mala suerte, mi mala suerte. En todos mis pecados. Mientras nos ponemos las zapatillas, las señoras que venden dulces me hablan y yo les respondo cosas que ya no sé. Supongo que sienten pena por mí, igual como yo siento pena. Tapia me toma la mano y me la aprieta y me hace subir una calle para tomar la micro que nos llevará al Van Buren. Yo lloro y siento que mi pierna arde, se quema, como si alguien la estuviera exponiendo al fuego. Transpiro y el agua se mezcla con mi sudor. Veo un sarpullido rojo, redondo y que crece. Me duele como si me hubieran pegado. En la micro me siento y ardo. Voy junto a la ventana y la gente me mira cuando la miro. Yo aprieto el brazo de Tapia para sentir algo distinto a mi propio dolor. A cada momento él dice que falta poco, yo prefiero no saber.

Siento el dolor ya no como algo ajeno. No hay otra cosa en la que pueda pensar. En mi dolor, en mi mala suerte, en todos mis pecados. Pienso: lo merezco. Pienso que el mar me rechaza. Pienso que hoy mis amigos y los que ya no lo son deberían saber que sufro, que he sufrido. Que la vida me hizo pagar de la forma más absurda. Con apenas un tentáculo suelto de una fragata portuguesa que se pegó a mi pierna. Pienso en las cosas más exageradas y terribles mientras el ardor continúa. Luego Tapia me dirá que el dolor es similar al de una quemadura grado tres, las quemaduras que son causadas por un líquido hirviendo. Por las llamas de un incendio. Por una descarga de electricidad. Debo aceptar el dolor, debo entregarme al dolor. Dejar que me sobrepase.

En la sala de urgencias espero mientras Tapia habla por mí. Soy la única que llora. Levanto la mano para que me miren. Siento mi pierna ardiendo pero ahora sí es cierto que falta poco. Muerdo mi brazo y dejo de llorar ahora para siempre. Tapia se sienta a mi lado y ahora sí me consuela, me abraza y yo le digo con risa que quizá lo merezco.

Ahora en mi pierna hay una cadena de pintitas rojas con punta blanca pero no hinchada, como espinillas secas. La fragata portuguesa está en todas las noticias, pero nunca la vi. Es sabido que el que esto pase es mala suerte y debo aceptar la mala suerte, debo entregarme a la mala suerte. Como cuando me robaron el celular, como cuando me atropelló una bicicleta, como cuando me escupieron en la cara. Quienes no me quieren, entérense Hoy pagué por mis pecados. Ahora, vuelvan a mí.